Uno de los dilemas que enfrentan las organizaciones es cómo definir sus voceros. ¿Están preparados? ¿Tienen buena imagen? ¿Hablan bien? Esas preguntas, comprensibles, están conectadas con una suerte de «manual del perfecto vocero». Me disculparán, pero no hay mejor vocero que el imperfecto.
Esa dicotomía entre las supuestas perfección e imperfección tiene mucho que ver con la manera en que los voceros se preparan. Hay formatos prearmados y universales, aplicados de igual modo en cualquier sociedad y contexto: “Esta es la forma correcta de hablar, esta es la manera justa de mover las manos, y estas son las frases adecuadas”. Es como abrir una cajita y sacar el kit, igual para todos.
No es este nuestro camino. Primero, su abuso termina generando un desfile de voceros que parecen cortados por el mismo molde: hablan igual, se mueven igual, responden igual. Pierden gracia y credibilidad; desaprovechan su identidad, bien sagrado de un buen vocero.
Los humanos son únicos e imperfectos y esa condición los hace creíbles. La fuerza de un vocero radica en cómo hace que su palabra sea creíble y eso tiene que ver con: su comprensión de que la manera en que comunique será una herramienta de gestión; su dominio de la materia de la cual habla; su capacidad de comunicar esto de modo tal que sea comprensible y atractivo para el público al cual se dirige; su habilidad para resolver desafíos que pongan a prueba la solidez de su discurso y su equilibrio emocional.
Lejos de nuestros naturales temores, la imperfección acerca y fortalece. Cuando un vocero transmite sensatez, seguridad y claridad, las imperfecciones juegan a favor. Por eso, un buen entrenamiento de voceros debe tener como objetivos potenciar las fortalezas naturales de quien ejercerá esa función, y proveer herramientas para hacerlo con habilidad y manejo del tiempo y del espacio sin perder su identidad.